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Las aventuras de “La Morsa” (página 2)



Partes: 1, 2

-Los días martes, jueves y sábados trabajo
en un gimnasio para señoras. Entro a las seis de la
mañana y regreso a casa más o menos a las siete de
la tarde. Los demás días permanezco en casa y ayudo
a mi madre en los quehaceres domésticos.

-Es decir, acotó la Morsa, que ayer, martes,
usted salió a la hora habitual y regresó a la hora
de costumbre, entonces no tuvo ocasión de comprobar
ninguna anormalidad en la casa ni advertir la presencia de
personas ajenas o amigas del señor Leo.

-Efectivamente, es decir, al bajar del colectivo me
encontré con el señor Antonópulos que
venía a visitar al señor Leo; entramos juntos, pero
yo ignoraba que Leo le había informado a mi mamá
que regresaría tarde. No quise subir a advertírselo
porque estaba muy cansada y además es una persona que no
me cae simpática. Su presencia coincide casi siempre con
los períodos de encierro a que Leo se somete.

El comisario dio por finalizado el interrogatorio y la
casera le alcanzó una receta que la Morsa guardó
con aire divertido.

La Morsa miró el reloj y dijo a
Pimentel:

-Todavía nos queda tiempo para completar algunas
diligencias.

Arrolló la pintura encontrada bajo la tabla de la
mesa y se dirigieron al comercio de cuadros y objetos de arte
propiedad de Marcos Kohan.

Cuando el comerciante vio el cuadro que la Morsa
desenrolló sobre la mesa, sus ojos se abrieron
desmesuradamente. Lo examinó unos instantes y con aire de
extasiado exclamó:

-¡¡Un COROT legítimo!!,
¿Dónde lo encontraron?

-Debajo de una tabla de la mesa de su difunto amigo
Leonardo Boggia, dijo el comisario con tono tranquilo.

Marcos Kohan no dijo nada. Tomó una lupa, una
pequeña espátula y un frasco con lo que
parecía un producto químico y se puso a trabajar
sobre la superficie del cuadro, raspando aquí y
allá, mirando con la lupa y raspando a veces con el
contenido del frasco. A medida que avanzaba en la tarea, su cara
iba cambiando de expresión.

Por fin se detuvo y dijo:

-¡Falso!, con aire de desconsuelo. Una semana
más de estacionamiento y hubiera certificado su legalidad.
Pero para hacer una copia de esta calidad, añadió,
debió tener el original a la vista.

Como recordando algo se golpeó la frente y se
dirigió a su escritorio, regresando con un listado en la
mano. Con dedo tembloroso señaló uno de los
renglones en el que figuraba el COROT en cuestión entre
los cuadros robados al Museo Nacional de Bellas Artes.

La Morsa le agradeció efusivamente su tiempo y
dirigiéndose a Pimentel agregó:

-Ya están resueltos el cómo y el pro
qué; vayamos a resolver el quién.

Marcos Kohan los miraba sin entender nada. Abrió
la boca para preguntar algo, pero ya la Morsa había
llegado a la calle y hacía esfuerzos sobrehumanos para
introducir su voluminoso cuerpo en el citroën, en tanto que
Pimentel golpeaba la puerta opuesta con los nudillos pidiendo que
se la abriera.

El espectáculo era realmente jocoso, pero Marcos
Kohan no estaba con el ánimo dispuesto para disfrutarlo.
De manera que entró en el negocio agarrándose la
cabeza con ambas manos.

Ya era bien entrada la mañana del día
siguiente cuando la Morsa y Pimentel, muñidos por uno
orden judicial y seguidos por un patrullero, llegaron al lujoso
establecimiento que Antonópulos poseía en un
elegante barrio de la ciudad.

Al reconocer al comisario, el griego se acercó a
él y le dijo con tono despreocupado:

-¡No me diga que todavía sigue en
pié aquella ridícula acusación de
contrabando!

-Entre otras cosas, respondió la Morsa. Vengo a
pedirle que me explique que ha hecho usted con el COROT que fue
robado del Museo de Bellas Artes.

Antonópulos se distendió un
tanto.

-Señor mío, replicó, todo lo que
poseo lo he adquirido de buena fe. Siempre he tenido buen cuidado
con mis procedimientos.

La Morsa lo miró fijamente antes de
decirle:

-Si tuvo usted el mismo cuidado que cuando planeó
el asesinato de Leonardo Boggia, créame que está
perdido; porque lo asesinó con premeditación entre
las dos y las tres de la madrugada de ayer.

Levantó imperiosamente la mano derecha para
impedir que el griego comenzara a hablar y
continuó:

– Usted aprovechaba el talento de Boggia para que
falsificara cuadros famosos a los que vendía luego como
legítimos en el exterior. En caso de ser descubierto por
la aduana, usted podría demostrar que se trataba de una
copia, eludiendo así los cargos por
contrabando.

Era una tarea agotadora para Boggia, que se encerraba
largos días para terminarla sin que nadie se enterara,
hasta que por fin se decidió a trabajar por su propio
provecho.

Concluyó la copia del COROT. Le devolvió
el original, pero aduciendo algún motivo retuvo la copia
en su poder. Usted enteró que se disponía a viajar
al exterior y sospechando que lo estafaría, se dispuso a
recuperar la copia de cualquier manera o el dinero que
había pagado por ella. Con este propósito
llegó al domicilio de Boggia y al no encontrarlo,
sacó la llave de debajo del felpudo y abrió la
puerta. Entró y revisó toda la pieza sin hallar lo
que buscaba.

Decidió, entonces, esperarlo en el interior.
Cuando llegó, usted le exigió la entrega de la
copia o el dinero. Boggia se negó y usted,
apoyándole una pistola con silenciador en la sien derecha
lo mató y lo despojó de los cinco mil
dólares que traía sobre su persona.

Recordó entonces que la hija de la casera lo
había visto entrar en la casa y resolvió simular
suicidio, borrando sus huellas de la pistola y colocándola
en la mano del muerto.

Como no le pareció suficiente, quiso dar mayor
veracidad al espectáculo e ideó una manera que le
pareció perfecta.

Tomó un pincel e introdujo la punta del cabo en
el ojo de la cerradura, y para evitar que se lo relacionara con
la maniobra que tramaba, esparció gran cantidad de ellos
sobre el piso.

Luego colgó del pincel una silla sostenida del
respaldo por medio de un cordel doble que mantenía tenso y
pasó los dos extremos por la mirilla. Salió;
cerró la puerta con cuidado y soltó uno de los
extremos del cordel. El peso de la silla presionó sobre la
palanca formada por el pincel, haciendo girar la llave.
Tiró del cordel, lo retiró, lo puso en el bolsillo
y se marchó.

-El muy cochino pretendía tener el oro y el moro,
dijo Antonópulos mientras le colocaban las
esposas.

De regreso a la comisaría, la Morsa y Pimentel se
detuvieron en el negocio de Marcos Kohan.

La Morsa le extendió la mano al tiempo que
decía:

-Lo invito a tomar un café. Tiene derecho a saber
qué fue lo que le ocurrió a su amigo.

FIN

 

 

Autor:

Alberto Martinez Llobet

 

Partes: 1, 2
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